miércoles, 26 de noviembre de 2008

PRESENTEN ALMAS



No sé de qué se quejan los que se quedan en la puta calle. Si estar en la calle es maravilloso. O es que no lo ven. En la calle puede pasarte de todo. Desde un tiesto en la cabeza, hasta la mierda de un perro que no sabe sacar de paseo a su mascota. Todo es posible poniendo un pie en la calle, y encima gratis. Aún los empresarios les estarán haciendo un favor, y ellos sin agradecérselo.
Además, estarás conmigo en que las cosas más fascinantes que pueden ocurrirte en la calle son, seguramente, aquellas a las que les prestas menos atención. Como por ejemplo, cruzarte con alguien.
Nos cruzamos, fundamentalmente, con desconocidos. Gente que no nos aguanta la mirada más de tres segundos. Gente a la que en principio no volveremos a ver en la vida. Y si lo hiciésemos, jamás recordaríamos haberlo hecho. Gente para la que no somos más que paisaje incómodo en su campo de imagen, extras secundarios y fugaces de una película a la que ellos también llaman vida. Su vida.
Pero qué pasa cuando nos cruzamos con un conocido. Qué ocurre cuando reconoces o eres reconocido. Aquí se desencadena un Big Bang social de dimensiones tan desproporcionadas como imprevisibles.
Puede tratarse, en primer lugar, de un encuentro, que es aquél en el que los dos cuerpos deciden interactuar, o de un desencuentro, que es cuando uno de los dos practica el si te he visto no me acuerdo.
Este último es feo, muy feo. Siempre hay alguien que se queda con cara de hola. Expresión que se intentará disimular antes de que alguien más identifique el cataclismo, y que dejará a la persona ignorada preguntándose algo parecido a y yo a éste qué le he hecho.
Pero es que en el caso de un encuentro, nadie te garantiza que la experiencia vaya a ser más placentera, además de que la casuística resulta hasta tres veces más compleja.
Primero están los que conoces, pero no sabes de qué. Aquí lo más importante es dejarles hablar hasta que te den suficientes pistas como para identificarlos. Preguntas como qué tal te va todo, y cómo va aquello que me contaste, suelen ser providencialmente auxiliadoras. De todos modos, no te desanimes si cuando os despedís aún te preguntas quién coño es ese tío. Hay una alta probabilidad de que a él le haya pasado lo mismo contigo. Se conocen casos de gente que se enzarzaron en disquisiciones de horas pese a no conocerse de nada.
Luego están los que conoces, sabes de qué, pero no recuerdas su nombre. Otro clásico. Aquí, lo que yo hago es preguntarles directamente, oye, tú cómo te llamabas. En el momento se sienten incómodos y ofendidos, pero cuando contestan, con un quiebro de cadera dialéctica digna de sofista de todo a cien, les espeto, no hombre, de nombre ya, me refiero a tu apellido. Infalible.
Por último, están los que ni sabías que conocías. Después de meter la pata una y otra vez saludando a estos con un encantado, a lo que respondían, de nuevo ofendidos, ya nos conocíamos, me he dado cuenta que lo mejor es saludar siempre con un simple qué tal. Es de suponer que, en la próxima frase, ellos mismos se posicionen en cualquiera de las anteriores. Salvo que sean italianos y te suelten un qué tal qué.
En fin.
Que cuánta gente por ahí.
Y qué poquitas las personas.



Risto Mejide

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