martes, 29 de abril de 2008
El último de la 'tila'
Llevo cuarenta y cinco minutos sumergido en uno de los mayores misterios sociales de nuestro tiempo, una de esas espeluznantes criaturas que aparecen de la nada, se forman de manera espontánea, dan por culo el tiempo justo como para humillarte como ser humano y desaparecen justo cuando estabas empezando a sentirte cómodo en cuclillas.
Pueden darse prácticamente en cualquier sitio, aunque lo que las hace inconfundibles es que por un momento, unas horas, o incluso durante toda una noche, ejercen como punto de libro del consumismo, flechas-guía que apuntan hacia lo que no te puedes perder.
Además, son capaces de generar en nosotros una falsa y ya casi extinta sensación de escasez, que si nos despistamos y perdemos la vez, igual nos quedamos sin. Y eso, en esta economía de exhuberancia ignorante e irresponsable que nos ha tocado beber, no es tontería.
Ya sea frente a una taquilla, una caja, un peaje, una puerta de embarque, un gilipollas o un mostrador. Que levante una ceja el que no haya formado jamás parte de una cola.
Me refiero a lo que de pequeños llamábamos fila india. Ponerse uno detrás del otro mirándose la nuca, sin necesidad de llegarse a tocar. Porque si hay contacto, eso ya no es una fila india, sino una española, que es la que se da cuando la persona que espera detrás de ti intenta subirse a tu chepa mientras fumiga su halitosis sobre tu oído bueno y su falta de educación sobre los restos de la tuya.
Las colas joden. Joden porque representan una tensa garantía de espera. Aquí, te anuncian, vas a perder unos irrepetibles minutos de tu vida. Por mucho que intentes ser positivo y pensar que es tu donativo solidario con la lentitud mental del que suele atender, joden.
Pero también joden por su efecto redistributivo del poder. Da igual tu edad, clase o condición. Desde el momento en el que te has incorporado a la cola, el que está delante de ti, es más que tú. Él tiene el poder para tardar, despistarse, frenarte, o lo peor de todo, dejar colar a alguien más, alejándote de tu objetivo a su voluntad y dejándote con esa cara de capullo que se te queda cuando crees que deberías quejarte, pero no lo haces. Y detrás de ti, tu fiel aliado, aquél al que siempre le puedes pedir que te guarde la vez. Reconforta saber que éste, en todo momento, se sentirá un poco peor que tú.
Para acabar, tienen que aparecer los demás protagonistas, sin los cuales una cola no sería una cola. Deberán figurar, por este orden, el que se cuela descaradamente, el que no lo parece pero se va colando, el que se cree que llegó antes que tú y piensa que vas de listo, y el que le pide a alguien que le guarde el sitio y no aparece hasta que el turno ya le pasó.
Conjúgalo todo en jodiendo de imperativo, y obtendrás las complicadísimas teorías y dinámicas de colas. Entre las más clásicas, ésa en la que te das cuenta de que la cola más lenta es siempre la tuya, o aquella otra en la que te has pasado horas en una única cola y justo ahora que te toca a ti, abren otra ventanilla.
Te dejo, que es mi turno.
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